-Algún día seré un caballero del rey -dice el niño rubio, mientras observa un desfile militar.
-¡Ja, ja, ja! ¿Un caballero? ¡El hijo de un techador quiere
ser un caballero! -se burla un vecino algo viejo y molesto
por los sueños de un niño demasiado ambicioso- sería más fácil cambiar las estrellas, antes que seas un caballero.
El niño siente la daga del sentido común que lo atraviesa. La lógica
dice que él no tiene sangre de nobleza, ya lo dijo el vecino: Es el
hijo de un techador, apenas un reparador de goteras.
Sin embargo tiene una esperanza, débil, pero esperanza al fin. Es el
boxeador que perdió en cada asalto, pero se juega un round más. Es el
corredor que se dobla el tobillo faltando cincuenta metros para la
meta, pero se reincorpora otra vez.
-¿Podré algún día cambiar las estrellas? -pregunta a su padre.
-Siempre que quieras, podrás cambiar tu estrella -responde el sabio techador.
El film se titula “Corazón de caballero” y narra la historia de alguien
que logró cambiar su destino, trastocó la lógica, se peleó con el
sentido común. Debió ser techador, pero prefirió anhelar ser caballero.
Se enroló en los combates como si fuese un noble, logró tantas
victorias, que para cuando descubren que no tiene sangre de nobleza, ya
es demasiado popular, demasiado campeón. Y un rey le otorga el
verdadero título al mérito. Un corazón de león que cambia su futuro
aunque esté “muerto”.
Puedes cambiar tu estrella.
-Ustedes pueden impedir que yo sea
médico -les dice Patch Adams a toda una comisión de importantes
doctores- pueden botarme de la facultad de medicina. Pueden negarme el
diploma. Pero yo seré médico en mi corazón. No pueden quebrar mi
voluntad, no pueden detener a un huracán. Siempre estaré ahí. Ustedes
deben elegir si desean tener un colega… o una espina clavada en el pie.
Los médicos escuchaban aturdidos al aspirante, que en pocos meses, con
métodos poco ortodoxos como el humor, o la contención afectiva de los
pacientes, había logrado sanar a mucha gente. Otra vez el mismo
denominador: No eres noble, eres techador. Pero no se puede quebrar al
que está decidido a cambiar su estrella, y Patch Adams, llega a ser uno
de los especialistas más reconocidos del mundo, fundando su propio
centro asistencial, que luego se extendería a todo el planeta, con una
terapia que revolucionaría al doctorado mundial.
¿Quieres oír una historia aun más fascinante? ¿Qué opinas acerca de
sentarte en una cómoda butaca de cine y deleitarte con el largometraje
que se perdieron de filmar los mejores guionistas de Hollywood?
Siéntate y observa.
El hombre espera en la quietud de la celda. Una molesta gotera golpea
sobre la áspera piedra. El calor es agobiante y denso, pero a esta
altura de las circunstancias, la temperatura es lo que menos importa.
Las moscas lo invaden todo sin piedad, pero no tiene sentido
espantarlas; al fin y al cabo, pueden llegar a ser la única compañía
digna de apreciar. Los demás presos observan al hombre con recelo.
Acechan. Para ser honesto, los últimos meses fueron pésimos para el
callado prisionero. Sus hermanos lo odian con todo el alma y le
tendieron una trampa; una clásica rencilla familiar que terminó en
tragedia, en viejos rencores arraigados.
El hombre es apenas la sombra de aquel muchacho que solía lucir un
impecable traje de marca italiana, con un delicado toque de perfume
francés. Ahora viste harapos, una suerte de taparrabo. Se comenta en la
celda, que está marcado por la desgracia. Pudo haber sido libre, llegó
a trabajar como mayordomo para un importante magnate. Pero los
comentarios afirman que quiso propasarse con la bellísima mujer del
millonario. En su momento, negó la acusación, pero “no pretenderá que
creamos que fue ella quien lo acosó sexualmente”, opinan.
“Si fuese como él dice, debió haberse acostado con ella”, afirma un
viejo recluso apodado “el griego”, “una noche de lujuria le habrían
otorgado su pasaporte a la libertad”.
El misterioso hombre sigue recostado sobre una de las paredes sucias de
la prisión. Parece que supiera algo que los demás ignoran. Como si
tuviese un hábil abogado que apelará su condena, o como si presintiese
que la muerte está cerca y le aliviará tanto dolor injusto. Sonríe en
silencio, sin alboroto. Técnicamente está muerto, sin esperanza. Pero
ya no siente el calor ni le molestan los grilletes. Es como si pudiese
ver tras los enmohecidos muros de la celda. Los demás presumen que está
al borde de la locura. Pero el hombre espera como aquel que sabe que
aún puede cambiar su estrella. Toma la celda como parte del plan, como
el último escalón hacia el destino.
Las chirriantes puertas de acero se abren de golpe y dos guardias
entran en escena. Buscan al hombre. Unos de los guardias tiene una voz
gutural: “Faraón quiere verte, ha tenido un sueño y dicen que tú sabes
revelarlos”.
El prisionero no se sorprende. Sube los peldaños que lo alejarán para siempre de la celda, en silencio.
Reclusos, observen la espalda de este hombre, contémplenlo mientras se
aleja. Si tienen la fortuna de estar vivos, la próxima vez que lo vean,
lo encontrarán con vestimenta de rey, lucirá como Faraón. El magnate
maldecirá haberlo despedido. La mujer confesará que lo acusó por
despecho, injustamente. Y su familia se arrojará ante él, para
implorarle misericordia. Los presos lo convertirán en leyenda.
“Yo lo conocí cuando era un don nadie, y se sabía que iba a llegar lejos, siempre lo supe”, alardeará y mentirá “el griego”.
José gobernará la nación, ocupará el sillón presidencial y administrará
los graneros de Egipto. Aprenderá a ganar, experimentará el sabor de la
victoria.
Puedes cambiar tu estrella.
Solo necesitas seguir entero por
dentro, con espíritu inquebrantable. Con corazón de león. Y tomar
desprevenidos a los fotógrafos que solo se dedican a observar las
primeras figuras. Los comentaristas y las comisiones de ética opinarán
que no se explican de dónde pudiste haber salido, no tienes
trayectoria, estabas muerto. Ellos esperan que se incendie un ciprés,
pero arde la zarza. La lógica sostiene que mueras como un pescador de
un remoto Capernaúm, pero sanas enfermos con la sombra. Colocan las
cámaras y los móviles de televisión para hacer una gran transmisión
satelital desde el palacio, pero el rey decide nacer en un establo.
“Ustedes pueden negarme un diploma del
seminario bíblico. Pueden impedir que sea un predicador con
credenciales, pero seré predicador en el corazón. No pueden quebrar mi
voluntad, no pueden detener a un huracán. Siempre estaré allí. Ustedes
deben elegir, si desean un predicador colega… o una espina clavada en
el pie”.
Estoy seguro de que los compañeros de secundaria que me apodaron y se
burlaban de mi raquítica humanidad, no relacionan a aquel “Muerto” con
el hombre de hoy. De hecho, uno de ellos, ya con treinta años de edad,
conoció a Cristo en una de mis cruzadas multitudinarias en el estadio
River Plate y jamás sospechó que él fue el compañero de banco del
predicador de esa noche.
“Conocí a un Gebel en la secundaria”, le confesó a su esposa esa misma
noche, “se llamaba igual que Dante Gebel, el pastor de los jóvenes,
pero aquel era un idiota”.
No lo culpes. Cuando no eres popular y te destrozaron la estima, solo
se te recuerda al repasar un viejo anuario, en una foto amarillenta. El
infeliz del penúltimo banco.
Dos semanas después de aquella cruzada, cuando se dio cuenta que aquel
idiota era el mismo que había predicado ante sesenta mil jóvenes y le
presentó a Cristo, se sintió como uno de los hermanos de José.
Ahora, detente un momento.
Tal vez no me expresé bien: no te pedí un poco de atención, quiero toda tu atención.
Obsérvame con cuidado.
Techador.
Esclavo.
Acomplejado.
Preso en la oscura celda del complejo.
Sentenciado por el dedo huesudo de un líder sin piedad.
Quiero que entiendas lo que voy a decirte. Cierra tu puño con fuerza
porque vas a cambiar tu herencia. Aún me recuerdas a mí cuando tenía
quince años; no dije que cerraras un poco la mano, dije: Cierra tu puño
con fuerza hasta que casi sientas que puedes clavarte las uñas en la
palma. Tengas quince años… o cincuenta.
Nunca olvides estas palabras: tienes corazón de caballero, posees la
llama sagrada. La espada del Gran Rey se posa sobre tu hombro derecho y
ha de cambiar tu futuro para siempre.
Ahora, escucha las palabras del Rey.
Una por una.
Mastícalas, digiérelas.
Memorízalas para siempre.
Transfórmalas en tu lema, tu escudo de nobleza:
Puedes cambiar tu estrella.
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